Nicolás Monardes (1508-1588), el médico sevillano al que me referí en el artículo precedente, no sólo recomendaba el uso tópico o masticado de las hojas del tabaco como remedio para diversas afecciones; además pensaba que en las enfermedades del tórax como el asma (que, según él, «provienen de humor frío o causa ventosa») la acción curativa también se lograba «tomando el humo por la boca». Sin embargo, informa en sus escritos de los riesgos que corren las personas que «toman el humo del tabaco por pasatiempo», pues tuvo noticias de su uso en ceremonias religiosas «para quitar el cansancio» y de su consumo por «los negros que han ido destas partes a las Indias y por los individuos de nuestras Indias Occidentales». Los primeros relatos de españoles que viajaron a América daban cuenta de que los indígenas de las islas del Caribe usaban la planta del tabaco (que llamaban en su lengua «cohíba») mascando sus hojas, arrojándolas en una hoguera para aspirar el humo o enrollándolas y aspirando por un extremo del tubo así formado, tras prender fuego al contrario. Según uno de los cronistas de Indias, al referirse a las costumbres de los oriundos de aquellas tierras, «como no pueden emborracharse de vino, porque no lo tienen, huelgan de emborracharse con el humo del tabaco, y dicen que cuando salen de aquel embelesamiento o sueño, se hallan muy descansados y se huelgan de haber estado de aquella manera, pues de ello no reciben daño».
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